Pelo seu conteúdo e interesse para compreender o funcionamento das redes de tráfico de pessoas com fins de exploração sexual, reproduzimos aqui um artigo em
espanhol publicado este domingo (14 ) no
Jornal El Pais.
Una mañana, Marcela
se despertó en otra cama. Sábanas limpias. Se desperezó y pensó en las últimas
horas. Había llamado al teléfono de emergencias en mitad de la noche. No podía
escapar del club porque estaba en medio de la carretera, en ninguna parte. Los
trabajadores de la ONG fueron a buscarla en coche. Las únicas posesiones que se
llevó en la huida eran lo que tenía puesto. Cuando salió del prostíbulo todavía
le escocían los golpes del proxeneta. “Se acabó la violencia”, pensó, y cerró
la puerta.
Pasó seis meses
en ese primer piso de acogida. “Empecé a sentirme acompañada. Antes vivía
rodeada de 50 mujeres y estaba muy sola. Tiraba de alcohol y drogas para salir
adelante”. Todo había comenzado un año antes, en 2005, cuando Marcela, hoy con
34 años, llegó de Brasil animada por una vecina que le propuso un trabajo en
España con el que ahorrar para terminar sus estudios de derecho. “Me dijeron
que iba a cuidar niños. El viaje fue de São Paulo a Francia y Vigo, y después
en furgoneta hasta Portugal. Al llegar me quitaron el pasaporte y me dijeron
que les debía 5.000 euros. Me prostituyeron en clubes de Portugal y luego de
Sevilla, todos del mismo dueño. Me llevaron a Madrid y hubo una redada en mi
prostíbulo. Nos tenían aleccionadas para que dijéramos que estábamos allí voluntariamente
y nos amenazaban con atacar a nuestras familias. Así que no conté nada y en
cuanto salí del calabozo volví al mismo sitio a hacer lo mismo. No veía
alternativa”. Durante ese tránsito, Marcela tuvo su primer contacto con APRAMP,
una asociación de ayuda a víctimas de explotación sexual. “Al principio no me
fiaba, pero me ofrecieron asistencia sanitaria y empezamos a hablar”, cuenta en
conversación telefónica.
Hasta que el día
en el que arranca este relato recibió una paliza. “Me dije: ‘Hasta aquí’, y
llamé”. Iniciaba un camino que desde la distancia se ve tan empinado como el de
la propia explotación: la dura convivencia con mujeres nerviosas, heridas;
digerir recuerdos y humillaciones; buscar trabajo con un decreto de expulsión
pendiendo sobre la cabeza desde su paso por el calabozo. El proceso psicológico
duró tres años. “Cuando vi que podía hablar de ello sin llorar, me di cuenta de
que lo había asimilado”. Su primer trabajo fue cuidando ancianos, y ahora,
después de cinco años de formación como mediadora social, cada noche recorre
con la unidad móvil de APRAMP los polígonos industriales, clubes y pisos
invisibles por los que penan las víctimas de trata. Les explica cómo se da el
portazo.
De las miles de mujeres con las que he trabajado, habrá logrado salir
apenas una docena”, comenta un policía
La sofisticación
de la industria sexual ha creado un mercado mundial de 11 millones de
explotadas, según la ONU. Un estudio de Eurostat sobre trata publicado el
viernes asegura que entre 2008 y 2010 las víctimas aumentaron el 18%. Las
noticias sobre operaciones policiales contra la trata en España, uno de los
principales receptores de mujeres llegadas con engaños y abusos de todos los
rincones pobres del planeta, se detienen en la foto fija de los proxenetas
esposados. The end. Pero ese efecto cinematográfico no se da en la vida de las
mujeres. La mayoría, como ocurrió con Marcela tras su redada, vuelven al día
siguiente al club, desorientadas en un mundo del que desconocen las reglas:
¿dónde se busca trabajo?, ¿qué me va a hacer la policía si me encuentra sin
papeles?, ¿quién va a ayudar a una puta? Otras se lanzan a la libertad saltando
barreras administrativas y miedos. Miedo como el que ha paralizado a
importantes testigos de la operación que hace unas semanas desarticuló en
Andalucía una red que explotaba a 400 mujeres. La investigación concluyó con 52
imputaciones y el cierre de seis clubes. Los 10.000 folios del sumario del caso
desvelan un universo violento y retorcido. Un negocio de carne con sucursal en
Brasil.
Y al final de la
cadena, mujeres, algunas sin papeles, que debían dormir en el club, en las
mismas habitaciones en las que tenían relaciones sexuales y rodeadas de gorilas
y mamis. Los jefes las amenazaban con domesticarlas “a palos” y les obligaban a
acostarse con ellos, y cuando lo hacían con un cliente, el dinero del primer
encuentro iba íntegro al club. Trabajaban 12 horas diarias y debían abonar 50
euros por descansar cuando menstruaban y entre 150 y 200 por abandonar el
recinto. Pese a todos estos horrores, las testigos protegidas han comenzado a
vacilar en su primera declaración, algo frecuente con los proxenetas. Esas
mujeres han sentido el tirón de las cadenas invisibles que describen las
protagonistas de este reportaje.
Las prostitutas a las que Marcela logra
convencer para que escapen de las mafias acaban pasando por las oficinas de su
ONG. La asociación tiene en el centro de Madrid un taller en el que aprenden
costura ejecutando arreglos para boutiques del barrio. Un martes de marzo, una
asistente social acompaña a las alumnas, la mayoría testigos en protección,
mientras diseñan delantales. Una de ellas tiene 14 años; otra, 16, como muestra
de que las redes están tratando con víctimas muy jóvenes (“es lo que está de
moda”, cuenta Marcela; “en mi época éramos las brasileñas, pero ahora el
mercado de carne pide esto”). Mientras las máquinas de coser traquetean, se
puede visitar la sala de cursos, vacía. Está forrada de murales con dibujos de
apariencia infantil. En uno se ven dos monigotes: uno femenino y el segundo
masculino con un cuchillo y un bocadillo que dice “mátala”. Otro mural identifica
los alimentos con vitaminas y minerales. Ana Delgado, la trabajadora social,
explica que tratan con mujeres de perfiles heterogéneos: “Algunas llegan muy
formadas, pero hay otras que tienen que aprender todo desde cero. Han vivido
aisladas, y al romper se encuentran con un país, un idioma y una vida que
desconocen”.
Los cursos que
imparte la asociación (castellano, cuidados geriátricos, costura…) son una toma
de contacto con la formación profesional, pero también una terapia. “En los
talleres aprenden a no frustrarse y adquieren disciplina y horarios, que a
veces les cuesta mucho. Como conocemos su situación, sabemos que hay que ser
flexibles”, cuenta Delgado, detallando lo elástico que es el concepto de
flexibilidad: “Algunas que llegan con la unidad móvil tienen cargas y facturas,
y al principio siguen en la calle, con lo que eso implica”. Unas 40
asociaciones trabajan con víctimas de trata en todo el país. Sus prestaciones
son confidenciales y gratuitas, e intentan ofrecer un servicio integral que
comprende alojamiento, tratamiento psicológico, de inserción sociolaboral y
asesoría jurídica. El proceso dura hasta año y medio.
Las mujeres
llegan por vías diferentes: las mediadoras, los servicios sociales, policía,
hospitales y, en casos excepcionales, por clientes de prostíbulos que detectan
que son explotadas.
La ley establece un periodo de reflexión para que la víctima denuncie. Solo
98 de 763 lo hicieron en 2011
El proceso
mediante el que la policía identifica a una víctima es el más fácil de explicar
por su carácter rutinario. Tras una intervención, por ejemplo en un club de
carretera, los agentes de la Unidad Central contra las Redes de Inmigración y
Falsedades Documentales (UCRIF) pasan entrevistas individuales de tres o cuatro
minutos a las prostitutas. Un apartado del cuestionario en el que reseñan los
indicios de trata que han apreciado revela la dureza de los casos. Además del
miedo o la mentira compulsiva, uno de los indicios más visibles es la
“dificultad para caminar o sentarse, lesiones, desgarros, magulladuras en los
órganos sexuales, irritación del área anogenital”, o en menores, “conductas y
conocimientos sexuales impropios para su edad, como conductas sexualmente
obsesivas o seductoras”. Aun con indicios, la identificación es muy difícil si
la mujer niega los hechos. En 2011, 14.730 fueron consideradas posibles
víctimas de trata, pero solo se llegaron a identificar 1.082, según el
Ministerio de Interior.
Incluso las
identificadas suelen negarse a presentar una denuncia. Lo hagan o no, la ley
ofrece a toda víctima un periodo de reflexión (un mes renovable por un segundo)
para decidir si colabora con la policía. Como la inmensa mayoría son
extranjeras, denunciando acceden a los beneficios que acuerda el artículo 59
bis de la Ley de Extranjería a quienes colaboran con la justicia: permiso de
residencia y trabajo. Aun así, de 763 periodos de reflexión ofrecidos en 2011,
solo los aceptaron 98 mujeres.
Dado que la
denuncia abre un mayor abanico de posibilidades de inserción, las ONG suelen
recomendarla, pero no siempre. “A veces no es lo más adecuado. Nosotras asesoramos
sobre las ventajas e inconvenientes, y algunas mujeres consideran que no es lo
adecuado para ellas”, explica una trabajadora de la asociación catalana SICAR.
Colaborar con la policía no solo puede suponer un calvario de interrogatorios y
recaídas anímicas. También entraña peligros, especialmente para los familiares
que quedan en el país natal de las víctimas a merced de los tentáculos locales
de las mafias.
Frustración y reveses
Los esfuerzos
para generar confianza en las mujeres y animarlas a denunciar sufren un revés
cada vez que se conocen hazañas como las de José Manuel Pulleiro Núñez, el
violento jefe del club La Colina y uno de los implicados del caso Carioca. Hace
unos días volvió a prisión después de que la juez Pilar de Lara dictaminase que
había utilizado sus cuatro meses de libertad condicional para ir visitando a
las mujeres que declararon contra la trama mafiosa que en Lugo hermanaba a
guardias civiles, policías y proxenetas. Pulleiro no ha sido el primero en
acosar a testigos del caso. Desde el primer día, las extrabajadoras del burdel
han recibido amenazas. Muchas han regresado a sus países de origen, y otras, a
la vida de club.
Luis se ha topado
con más de una historia como esta. Luis es el seudónimo tras el que se oculta
un miembro de la UCRIF en Madrid. En su trabajo ha aprendido lo intensa que
puede ser la palabra frustración. Ha visto disminuidas psíquicas esclavizadas
por familiares; ha descubierto que, para dominarlas mejor, los proxenetas
prefieren a mujeres vulnerables, las más pobres, las que tienen un hijo
enfermo; ha comprendido que las chinas o las nigerianas amenazadas mediante
vudú se niegan a denunciar por terribles que sean los abusos; ha visto
compañeros que perdían testigos a las que las mafias chantajeaban enviándoles
vídeos de violaciones de amigas; ha participado en redadas en locales con 200
mujeres de las que no ha salido ningún testigo. Luis habla, y sus palabras
suenan llenas de desencanto. “Y eso que ahora estoy más positivo, pero hay
épocas en las que es muy duro”, cuenta frente a un menú de bar. “Algunos
juzgados pasan de estas operaciones porque requieren muchísimas escuchas y
permisos y los colapsan. También hay casos que se basan en el testimonio de una
chica que después de tres años se echa atrás cuando se rompe el secreto
procesal y teme represalias”.
No se ha implantado aún la norma europea que declara innecesario que haya
denuncia para asistir a la mujer
Luis coincide con
el resto de entrevistados en que la ley de protección de testigos hace aguas, pero
cree que sigue siendo otra vulnerabilidad la gran razón de que demasiadas
mujeres se queden paradas frente a la puerta de la jaula abierta. Algunas han
vivido tanto tiempo aisladas entre las paredes del club que temen hasta
alejarse unos pasos de él. “El amor también las hace vulnerables. A muchas sus
proxenetas las trajeron con engaños románticos o las mantienen atadas con lo
que ellas creen que es cariño, y que a veces es lo más parecido que han
conocido”, cuenta. La operación policial andaluza le da la razón. Las escuchas
capturan conversaciones de proxenetas con mujeres con las que mantienen
relaciones sentimentales. En una, el hombre amenaza a una novia con que lo que
le hace falta es que les den “caña”, unos golpes para que se quede “más suave
que un guante”, necesita que le metan “una polla en la boca y le den unos pocos
de bofetones”. Después de colgar, el hombre recibe un SMS cariñoso de otra
prostituta con la que también se acuesta.
Pese a una
tristeza que le arquea los hombros al hablar del tema, Luis intenta ser
positivo: “De los miles de mujeres con las que he trabajado, habrá logrado
salir una docena”. El cálculo es demoledor, pero para quien ha palpado el
espanto de la trata, colaborar en el rescate de 12 personas es un logro. Él ya
no espera mucho más. A veces los controles y las operaciones sirven para que
las condiciones en los clubes mejoren o para que algunas mujeres dejen las
redes y ejerzan la prostitución autónomamente, y eso le parece un pequeño
avance. “Es un mundo de abusos. Las ves con 40 y están hechas polvo después de
años pagando la deuda que les imponen. Adicciones, intentos de suicidio,
enfermedades… Por mi experiencia, pueden intentar salir las que llevan poco
tiempo con la red, son jóvenes y tienen esperanzas. Las otras es casi
imposible”.
Los que han
convivido más tiempo con la trata han asumido lo excepcional que es ver a una
víctima escapar. Lo atestigua Sònia Martínez, alcaldesa por CiU de La Jonquera,
una de las localidades de España en las que la prostitución está más presente
como consecuencia de los macroprostíbulos en la frontera con Francia que
proveen de diversión a clientes de los dos lados de la línea, a los que no les
preocupan las historias de horror recogidas en los sumarios judiciales: golpes,
extorsión, esponjas en la vagina para seguir rentando durante la menstruación…
Martínez se ha enfrentado decenas de veces a la negativa de las mujeres a
alejarse de sus proxenetas. “Nunca aceptan. Les proponemos otro trabajo, pero
en esta comarca lo que hay para ellas es limpiando o en restaurantes muchas
horas y poco remuneradas, y nos dicen que con esos sueldos no pueden. A veces
no les llegan para cubrir sus necesidades si tienen hijos o se han metido en
gastos”.
Nos aleccionaban para que dijéramos que estábamos de forma voluntaria o
atacaban
a nuestras familias”
Precariedad en el camino
Isela sí
consiguió marcharse. Tras este nombre falso se encuentra una rumana de 26 años
que se presta a una entrevista en una casa de la ONG Proyecto Esperanza, en una
zona de chalés madrileña. Isela está en la segunda fase del proyecto, cuando
las víctimas salen del estado de emergencia y comienzan a construirse una vida
autónoma en apartamentos con menor supervisión de las educadoras. Desde hace
cuatro meses busca un trabajo “de lo que sea”, aunque preferiría en la
hostelería. En Rumanía estudió filología románica. Su sueño es ser educadora,
abogada o periodista.
Llegó al proyecto
hace siete meses de mano de la policía. No sabía una palabra de español. Al
principio en la casa se comunicaba con mujeres de África, China o América
Latina “un poco en inglés, en italiano o con las manos”. Fueron días “fatales”
para esta chica hiperactiva. “No conocía a nadie, tenía la cabeza muy mal, muy
preocupada por mi familia, estaba histérica. Mi carácter es muy fuerte y la
convivencia con algunas mujeres me parecía difícil: los olores, las actitudes…
Pasaba muchas horas en la casa porque no me atrevía a salir, pero no entendía
las reglas del piso”, cuenta. Su experiencia ilustra las dificultades de reunir
a mujeres de edades, procedencias y niveles socioculturales distintos, muchas
en estado de choque. Pero Isela se fue abriendo. “Después de estos meses, soy
yo misma. Y en la casa he hecho amigas muy importantes para mí”. En España, de
momento, ellas son su único apoyo social. “Necesito tiempo para abrirme. No
hago amistades rápido”, cuenta. En sus ratos libres pasea por Madrid y lee
libros de Verne y Federico Moccia. “Me gustan las historias de amor, aunque yo
con los hombres soy…”, y hace un gesto indicando lo dura que se considera.
A pesar de su
preparación universitaria, Isela necesitará paciencia para encontrar un trabajo
que las estadísticas indican que no estará bien pagado. Según estudios de
Proyecto Esperanza entre las mujeres con las que colabora, el 62% de las que
encuentran empleo no llegan al salario mínimo interprofesional. “Muchas están
abocadas al servicio doméstico”, cuenta Iris Rodríguez, coordinadora de
intervención de la ONG y de nuevo mujer, como todas las trabajadoras que
asisten a las víctimas de trata encontradas para este reportaje. “Las trabas
burocráticas y la crisis alargan el proceso para independizarse. Antes, en
ciertas provincias, a los 20 días ya trabajaban compaginándolo con la
formación. Ahora la estancia en pisos de acogida se alarga por encima del año”.
La creciente
precariedad no es solo consecuencia de la coyuntura económica. Los recortes
sociales por la crisis y las trabas administrativas a los inmigrantes
ralentizan la integración de las mujeres y actúan como disuasorio para
alejarlas de las mafias. Sin papeles se cierra el acceso a derechos como la
sanidad o a las formaciones ocupacionales a las que intentan derivarlas las ONG
de acogida. Ni los cursos del Inem ni los módulos que se imparten en los
institutos las aceptan. La oferta se reduce a un puñado de cursillos en
sectores poco lucrativos, como limpieza o cuidados geriátricos.
La urgencia por
encontrar empleo es grande. A muchas mujeres siguen necesitándolas sus familias
en el extranjero y les piden dinero, en ocasiones sin saber en qué estado viven
en España porque ellas no quieren contar lo que les ha ocurrido, ya sea por
miedo al estigma del sexo o, entre las que llegaron a Europa para prostituirse,
pero no sabían que iba a ser en régimen de esclavitud, por no preocupar.
“Incluso en el
caso de mujeres bien preparadas, es complicado que vuelvan a ocupar un puesto
al nivel de su formación. Por un tiempo asumimos que trabajen en situación muy
precaria, en la economía sumergida, porque les quita la ansiedad y les da
confianza”, explica Beatriz Lorente, de SICAR, donde gestionan proyectos que
incluyen prácticas de cajera o camarera. Las que tienen papeles y suerte llegan
muchas veces a la economía formal, pero no siempre las empresas les ofrecen
condiciones óptimas para arrancar una vida autónoma. Se ven entonces en un
estado de semidependencia de los recursos públicos o sus parejas.
Ekaterina, de 31
años y rusa, explica sin abandonar una elegante sonrisa en qué se materializa
esa precariedad. Lleva tres meses de dependienta en una tienda de Barcelona con
un contrato indefinido “especial”, que no deja de ser “una gran oportunidad”,
acota entusiasta. “Son 590 euros al mes por 30 horas semanales. Solo libro el
domingo, y me pueden llamar a cualquier hora”. Ekaterina trabajaba de
responsable de una tienda en su país y quiere volver a hacer lo mismo en
España. Con unos modales suaves que no despistan de su carácter firme, asegura
que está contenta pese a que las condiciones “limitan mucho”. Como no puede
independizarse, vive en un piso de SICAR con su hijo. Cuando le preguntan qué
quiere en la vida, yergue la espalda y habla convencida: “Un piso para mí. Y
una hija más”.
Ha pasado dos
años con la ONG, adonde llegó de la mano de la policía en condiciones “muy duras”,
sin un solo objeto personal, nerviosa y hostil, y acompañada de dos amigas de
las cuales una regresó a Rusia con ayudas públicas. “Después de todo lo que me
había pasado no confiaba en nadie. No había razón para que me ayudaran”. Ahora
solo le falta el permiso de residencia de su hijo, pero el proceso legal no fue
sencillo a pesar del artículo 59 bis. “Lo pasé muy mal porque no me daban
papeles y él estaba solo en Rusia. Tardaron nueve meses. Yo ya trabajaba
cuidando a una persona mayor. Llamaba al niño por teléfono llorando y él
pensaba que no quería traérmelo. La verdad es que hace falta ser fuerte”.
Cuando te pasa una cosa tan fuerte como la que me ha ocurrido a mí, valoras
cada instante
en el que estás libre”
“En tres años
hemos avanzado mucho, pero faltan aún cosas importantes”, cuenta Marta
González, coordinadora de Proyecto Esperanza. Da fe de ello Marcela, que hace
siete años fue tratada como una simple irregular. Un paso trascendente en la
situación de las víctimas se dio en 2008, cuando todos los grupos políticos
españoles coincidieron en lanzar el Plan Nacional contra la Trata, que, entre
otras cosas, concedía estatuto de protección a las víctimas que denunciasen.
Este plan concluía en 2012, y ahora que la Comisión de Igualdad del Congreso de
Diputados está evaluándolo, parece que el consenso es igualmente amplio en que
hay que ir más lejos, trasponiendo la directiva europea que asocia la
protección no a la colaboración policial, sino a la identificación de la mujer
como víctima de una violación de derechos humanos. El 6 de abril debería
haberse implantado la directiva de la Unión Europa, según la cual la denuncia
dejaría de ser necesaria para asistir a las mujeres. “Para adaptarse habrá
muchos cambios en la legislación española”, asegura Marta González Vázquez,
portavoz del grupo popular en la Comisión. “No se ha llegado al plazo del 6 de
abril porque esto va a implicar a varios ministerios y reformas del estatuto de
las víctimas, el Código Penal, el enjuiciamiento criminal… Pero estamos
en ello”.
Las diferencias
entre partidos se encuentran en la dotación económica para asegurar que la ley
no quede en papel mojado, como asegura la oposición que pretende el PP. Ampliar
la cantidad de víctimas reconocidas equivaldrá a más ayudas sociales y elementos
políticamente controvertidos como los permisos de empleo. González explica que
“es difícil calibrar cuánto se gasta ahora en los programas de apoyo a las
víctimas” porque estos costes están transferidos en gran medida a las
comunidades autónomas. Las únicas ayudas estatales son los dos millones de
euros anuales que destina Asuntos Sociales a las ONG especializadas.
Hacia una vida autónoma
La calidad de las
ayudas marca hasta qué punto las mujeres que escapan de la explotación pueden
reconquistar una vida equilibrada. Iskra Orrillo, psicóloga de Proyecto
Esperanza, considera que hace falta tiempo y dinero para recuperar mujeres, en
muchos casos traicionadas por familiares, que han sufrido abusos bestiales,
encierros y vejaciones: “El impacto para algunas ha sido tan fuerte que siempre
les queda esa vulnerabilidad, pero son casos excepcionales. Con una buena
atención, casi todas pueden retomar una vida normal”. En SICAR, 14 de las 101
mujeres que han asistido este año están en tratamiento psicológico y 2 han
requerido del ingreso en un psiquiátrico.
En el otro
extremo, Darya, de 33 años, ilustra una progresión perfecta. Trabaja de
encargada en una tienda mientras estudia turismo e idiomas. “Quiero tener mi
negocio y ganar dinero para viajar y ver sitios”, dice tímidamente. Tras entrar
en SICAR, empezó de limpiadora sin contrato, pasó a dependienta y sigue
subiendo en la carnívora escala laboral. Lleva dos años saliendo con un chico y
desde hace unas semanas viven juntos. “En su piso, con hipoteca”, aclara. “Irme
de la asociación ha sido como independizarme de los padres”, bromea. Se ha
adaptado a la vida de una gran ciudad. Corre de un curso a otro y del trabajo
al gimnasio. Habla de su vida con una mezcla de sencillez y trascendencia, como
si fuera consciente de que tocando ciertas cuerdas las fuerzas oscuras siempre
podrán despertar un demonio. “Cuando te pasa una cosa tan fuerte como la que me
ha ocurrido a mí, valoras cada instante que eres libre. Los fines de semana no
quiero dormir hasta tarde: quiero hacer cosas”. Darya, que obtuvo sus papeles en
nueve meses, ha seguido varias formaciones. “Hasta hice un curso en catalán de
agente comercial, ¡y fue tan difícil! Ahora sé que puedo con lo que sea”.
Las mujeres de la
última red desarticulada en Andalucía trabajaban 12 horas diarias y dormían en
los clubes
La mujer habla un
castellano tan correcto que cuesta creer que proceda de la antigua URSS y que
los primeros días, hace solo dos años, tuviera que comunicarse con las
educadoras mediante dibujos. De rasgos aniñados, cuando se ilusiona desgranando
sus proyectos juega con la trenza que le cae en el hombro izquierdo. En los
momentos en que revive algún pasaje amargo mira al suelo y se le traban las
palabras. Por ejemplo, al referirse a su llegada al centro de emergencias,
cuando todo parecía negro: “Esos días yo solo rezaba mucho”, dice invitando a
cambiar de tema. Habla de la amistad y apoyo que encontró en Ekaterina, a la
que no conocía. Cuenta que ahora está leyendo libros de historia y escribiendo
sobre las diferencias entre España y la ex-URSS.
Darya, Ekaterina,
Marcela e Isela rompieron las cadenas invisibles. Lo consiguen unas pocas
mujeres entre miles gracias a una mezcla de suerte, valentía y apoyo.
Estadísticamente son un grupo ínfimo. Hombres y mujeres como Luis lo saben y
aspiran a que eso cambie. Mientras, el policía se consuela con cada paso.
“Recuerdo a una chica. Cómo estaba de destrozada cuando la encontramos y cómo
la vi al cabo de un tiempo. Solo por eso, merece la pena”.
Con información de Javier Martín-Arroyo.
Fonte: El Pais
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